Hace un par de meses, me emocionó ver en la cartelera del Cinemark
de Tijuana, Tenemos que hablar de Kevin (2011), dirigida por la escocesa
Lynne Ramsay y basada en la homónima novela (2003) de Lionel Shriver. La
emoción fue efectuada por la expectativa de haber leído, en el número de enero
de la revista Letras Libres, una reseña escrita por Fernanda Solórzano, en la
que la autora comparaba el filme de Ramsay con Eraserhead de David Lynch. La
analogía de Solórzano tenía sus causas en los horrores de la paternidad-maternidad,
lo monstruoso de un acto que, debido a la instintiva reproducción y permanencia de los seres vivos, es
incuestionable y justificado en las más básicas teorías de los reinos de la
biología (lo que un ser vivo hace: comer, crecer, reproducirse y morir1), ergo, toda anotación vendrá de la cultura, el artificio, la
heurística de la paternidad-maternidad. En esta heurística, Solórzano, señala
el particular caso de Lynch, sus temores al confrontar la paternidad, durante
la aún producción de Eraserhead (dato extra: en su libro Catching the big fish (2006), Lynch dice: "Eraserhead es mi película más espiritual. Nadie me
entiende cuando lo digo, pero así es."), la percepción del hijo como un monstruo
al que sus padres lo miran sin poder hacer nada2.
He de confesar, hasta este punto,
que soy lectora de reseñas de libros y películas que no siempre tengo
oportunidad de ver o leer para corroborar los criterios del autor, no obstante,
disfruto de la crítica, favorecedora o no, sobre una obra que más me gusta
imaginar. No como alimento a la influencia, sino la crítica como artífice,
exista o no la obra criticada. Pero estas ya son filias personales (en las que
no ahondaré) en torno al acto de escritura y de lectura, la ficción. He leído
varias reseñas de Solórzano y las disfruto; me gustan sus analogías, criterios,
su bagaje filmográfico y general al momento de reseñar la película en cuestión.
Sin embargo, no cumplo con los verbos buscar y ver lo que la autora reseña. Con Tenemos que hablar de Kevin, sucedió distinto. La alegoría de los colores y
el sonido, esta referencia a Lynch, el libro en el que la película se basa y la
propuesta de no llevarlo a cabo linealmente, sino desde una focalización
narrativa distinta a la de la novela, me convencieron e impulsaron a buscarla.
Fue difícil. Es decir, la encontré por amazon, en un momento en el que no estaba
dispuesta a pagar 10 dólares por un instant video; busqué algunas formas de
bajarla gratuitamente, pero mis descargas fracasaron con una película doblada
al svenska y otra con igual suerte, pero subtitulada en cirílico. Desistí en ese
momento con la idea de descubrirla después, en alguna afortunada serendipia. La
encontré tirada entre un montón de piratería en una calle de Buenos Aires. El
comerciante africano que poco hablaba español, no tenía cambio para mi billete,
o eso fue lo que entendí, o lo que quise entender al retirarme con las manos
vacías y la expectativa de regresar luego, con un billete más chico. Pero la
forzada serendipia no se dio, pues cuando volví a pasar por el lugar, ni el
comerciante ni su tendido de películas estaban. Un mes después, al buscar otra
cosa en cartelera, descubrí que sobre la imagen de la película estaba la
etiqueta “próximamente”. Fui a verla. Estaba emocionada, más por el
encuentro.
Tenía en mente descubrir los guiños de la reseña de Solórzano,
quizá encontrar algunos más, u otros nuevos. Y sí, la primera parte se
desarrolla en un ambiente de especulación que estriba en una narrativa puzzle
en la que el espectador, estimulado por la sinestesia de la contraposición de
colores, iluminación y sonido, y la yuxtaposición de escenas analépticas al
presente narrativo de Eva (encarnada por Tilda Swinton), la personaje coprotagónica, intuirá el clímax por la historia
que lo rodea (igual que se especula un positivo por su negativo). La primera
parte tiene sublimes aciertos en la ausencia de diálogos, en la narrativa
caótica, en la alegoría de los colores, las distintas iluminaciones para
diferenciar sutilmente el pasado del presente; la primera parte es de un
suspenso psicológico hermoso, no hay sangre sino salsa de tomate y pintura
roja, relaciones violentas hacia las herramientas de la rutina (pero estas
relaciones las hacemos nosotros, acorde a los arquetipos y prejuicios que modelan
nuestras respectivas ontologías), no hay violencia en la información que
estamos presenciando, hay violencia en la exformación con la que nos acercamos
a estas imágenes. Lo sabemos, es parte de las noticias y de la “vida real”. La
propuesta de la primera parte recae en la especulación y hasta ahí todo
transcurre en un suspenso deseoso pues sabemos el inexorable devenir: el hijo se
convertirá en asesino y no podremos evitarlo, pero el cómo y el porqué, son más
poderosos que el morbo de algo que vemos todos los días. La película resbala en
la segunda parte. El monstruo del que hemos estado solamente especulando a
través de su creadora, se nos presenta. Error. No, impertinencia: -En una
adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?3
Cuando el hijo-monstruo, es
encarnado, ya sin las sutiles pinceladas y más en la forma de un cuadro
completo, dejamos de especularlo. La imaginación cede a un personaje concreto.
Y casi entiendo esa seducción de sobreutilizar el personaje de Kevin (Ezra Miller) en la
segunda parte, el actor es bellísimo y Ramsay echa mano de su belleza para
ubicarlo en escenas chocantes, ausentes de hermosura o de lo que normativamente
entendemos como hermoso. Close up a una espinilla, zoom in a las uñas que los
dientes cortan, sonrisas cínicas en carnososos labios rojos, caricaturescos
gestos malévolos en la lozana tez adolescente, un hijo que le grita a una madre
pusilánime. ¡El hijo es un monstruo! News news news!, ya lo sabíamos. El
desacierto: la escena en que el hijo entra y mata a sus compañeros de escuela.
Pero esto, argumenta Solórzano, no es el eje principal de la película, sino la
perspectiva de la maternidad vista desde un ángulo distinto, monstruoso. Bueno,
pues si la tesis de la película (no de la historia) es ésta, wrong: es moral y
hasta irrisorio el proponer que alguien es esencialmente "malo", es decir, Kevin,
no se vuelve criminal por causa alguna, Kevin es "malo per se" (el vaticano también
lo creería), y la madre lo acepta e incluso se identifica con esto (pese a que a la personaje no se le dibuja con semejantes características a las de su vástago). Kevin no es
su responsabilidad, Kevin es su culpa. Esta es la tesis de la película (El bebé de Rosemary, Damien, etc), Kevin es "diabólico".
La historia gira, básicamente, en torno a una matanza escolar en
la que Kevin es el asesino. La propuesta inicial es ver los estragos que esto
ha ocasionado en Eva, la madre de Kevin, quien decide quedarse a vivir en el
mismo pueblo tras el suceso. Hasta ahí todo bien. Considero que a la mayoría de
nosotros, que hemos visto en las noticias situaciones similares, nos atrae, más
que el hecho mismo, lo que hizo que se llevara a cabo. Y qué mejor que
percibirlo desde el otro inmediato, un familiar, un amigo del perpetrante; que
la madre sea el vehículo para esta percepción es una exquisita cena gourmette
para el morbo. Qué ocurre pre-post y durante el suceso para esta persona que
cumplió inevitablemente con el ciclo de la vida. El cuestionamiento social, sí,
la devastación familiar, también. Pero qué, cómo debe ser el hecho para esta
ser viva que con su cuerpo alimentó a este otro ser. En qué momento, bajo
cuáles circunstancias, esta producción (el hijo) se salió de las manos, cómo lo
asimilas. Esta era la peculiar e interesante propuesta de Tenemos que hablar de Kevin,
misma que desvía toda la atención, en la segunda parte, hacia el hecho
perpetrado, es decir, hacia Kevin. Hay una escena que aún no entiendo si fue
intencional o no, y es en la que Eva y Kevin están comiendo en un puesto de
comida, en el mini golf al que van para intentar mejorar su relación, y Eva,
por primera y única vez en toda la película, tiene una actitud prejuiciosa e
intolerante hacia la gente obesa que come a su lado y Kevin sólo dice que él es
así por ella. Fin del comunicado. Pero no alcanzo a entender si es ésta una
sutileza para diagramar el personaje de la madre, o si es un raquítico argumento para la justificación en las conductas hereditarias. Pues Eva, en ningún
momento se nos presenta como monstruosa, lo es, implícitamente, por ser la
madre del monstruo (pues cuando el hijo-a resulta un monstruo, esto es efecto
de la madre y no del padre, así rezan los siglos de la tradición), pero no
directamente. En cambio, la percibimos como una mujer pusilánime que es incapaz
de cuestionar las actitudes de su hijo. Podemos argüir que ello es efecto de
una sociedad patriarcal, la misma Solórzano cita a Ramsay en ocasión de una
entrevista con The Guardian, en la que directora declara, que entendía muy
bien el vínculo perverso entre Eva y Kevin por haberlo observado entre su madre
y hermano4. Pero porqué no haberlo propuesto en más escenas, cuando el personaje
de Eva se nos va revelando, porqué casi al final de la película y con un
diálogo. No podemos justificarlo con lo sutil porque si pones una escena
sangrienta de acción en slow motion (la matanza en la escuela), el argumento de
la sutilidad después de la sangre se cancelaría.
La película no se
presenta como la percepción en los menesteres de una madre con un hijo
endemoniado, sino como un filme cuya historia devela la heurística de la
maternidad cuando se tiene un hijo que ha perpetrado un multihomicidio, la
monstruosidad contemporánea. La primera parte es genial, la segunda, pese a la
agilidad que dan los diálogos y las escenas más dinámicas entre los personajes,
me pareció lenta, aburrida y predescible: fácil. No pensé siquiera en detenerme a hablar de la película, salvo con una amiga, pues ella también la había visto. Pero debido a
las circunstancias ocurridas hace poco más de una semana, con la matanza en un cine de Aurora, Colorado y a recientes lecturas sobre “las impresiones
maternas”, en un texto apócrifo que se le atribuye a Aristóteles (The Aristotle’s Masterpiece), la película regresó a mi mente. Las supuestas declaraciones (mismas que ya fueron desmentidas) que hiciera la madre del
asesino de Aurora a la policía, respecto a que ella sabía que el asesino era su
hijo (You have the right person), o las de la madre de Rudy Eugene (Everyone says he was a zombie. He was no zombie. That was my son), “El caníbal
de Miami”, al buscar un servicio religioso para su hijo, mismo que le fue
negado por todas las iglesias de su religión. Ello aunado a mi lectura de “las
impresiones maternas” y a una investigación personal efecto de la misma, me
tienen en orgiásticas ascuas. La tesis de estas impresiones maternas es más o
menos la misma, no la responsabilidad, sino la culpa de la madre. Todo mal en
el futuro del producto, será culpa de ésta y tiene su génesis en el útero, es
decir, la maldad y/o el fracaso son congénitos. La cosa no para ahí, pues hasta
mediados del siglo XX, con un significativo doppler que seguramente nos ha
tocado escuchar en pleno siglo XXI, las impresiones maternas, seguían siendo la
principal causa de que un hijo resultara un asesino, un criminal, estrábico,
pelirrojo o con cualquier otra visible diferencia a la de las normativas
convencionales de la tribu; el doppler lo hizo más light y lo que probablemente
hemos escuchado es que los hijos nacen con cara del antojo que la madre no pudo
saciar durante los meses de gestación, por ello se busca satisfacer
gastronómicamente a la embarazada. ¿Cómo se llevaba a cabo una impresión materna, según los hombres de ciencia de aquel entonces? (Porque no fueron mujeres las
que diseminaron o estudiaron tal ley travestida de teoría) Por el cordón
umbilical, pues así como la madre trasmite nutrientes que su cuerpo adulto
ingiere, así mismo, comparte su alma hacia una psique en construcción, la del
feto. Y de esta forma, si la madre veía una liebre y se asustaba, la traducción
es que tendría un hijo de paladar hendido, o si una rana o un pez, un hijo con
ictiosis, si un criminal, un hijo criminal, si un vagabundo, un vagabundo sería.
Por este motivo y la credibilidad que alcanzó tal “teoría”, el rey Felipe IV
ordenó que los individuos con alguna enfermedad o malformación, fueran
recluidos en una clínica especial a las afueras de Copenhague, para que así las
embarazadas no pudieran verlos y no tuvieran hijos cuyas características
atentaran a la normalidad de su población.
Con Tenemos que hablar de Kevin, mis exigencias no tienen lugar en
la verosimilitud o el apego a la realidad, por ser una película que de alguna
manera la retrata, aunque siga siendo una obra de ficción. Sino a una caída en
la segunda parte. Si todo hubiese sido la segunda parte, habría salido de la
sala pensando que, bueno, otra película cliché. Pero más bien salí un poco
molesta con la directora, lo tenía todo, todo, y no lo supo resolver. Tenía una
película hermosa en la primera parte, lo de rutina era percibido de otra
manera, el tema de siempre problematizado con otro lenguaje, pero en la segunda
parte hizo de su poema un acto de comunicación. Aceleró con rumbo a la urgencia
del clímax, cuando el clímax era todo, cuando en Eva y no en Kevin, tenía toda
su cosmogonía.
1. Wall, Luis Gabriel. Plantas, bacterias, hongos, mi mujer, el cocinero y su amante. España: Siglo XXI Editores, 2005.
2. Solórzano, Fernanda. Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay. Letras Libres, enero de 2012: 82-83.
3. Borges, Jorge Luis. "El jardín de los senderos que se bifurcan." Nueva antología personal. España: Editorial Bruguera, 1980.
4. Solórzano, Fernanda. Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay. Letras Libres, enero de 2012: 82-83.