Un herpes
en el párpado, que el ojo abierto disimula, una grieta incurable en la comisura
de los labios, estigmas anodinos, nimios heraldos de lo irreversible que en su
extrema perversión la naturaleza oculta –de ella, y no de su precario saber
deriva la malignidad del hombre-. Un rasguño cada día, algo que pueda encubrir
la ingravidez de lo cotidiano, apenas una alerta matinal del espejo; pero nunca
un zarpazo, un ataque frontal que pueda provocar la defensa del cuerpo. El ingenuo
se pudre sin saberlo.
*
Enfermo es
el que repasa su pasado. Sabe –sospecha oscuramente- que no lo espera porvenir
alguno, ni siquiera ése, miserable, de asistir a los hechos, de estar presente,
aunque mudo, a su inextricable sucesión. Se entrega pues, meticuloso, al
arreglo de lo pretérito: baraja con ingenuidad causas y consecuencias, dilata o
evoca con obstinada recurrencia ciertos eventos, reduce otros a lo trivial, se
pregunta por qué son memorables algunos de notoria insignificancia y hasta de cierta
vulgaridad.
El desahuciado deplora la
insuficiente función del olvido; quisiera pasarlo todo en claro, reducir sus
días a dos o tres sílabas esenciales, que serían como las parcas cifras
grabadas en el interior de un anillo, la marca invisible de un paso por la
Tierra, la garantía de su singularidad.
Para él, presente es el dolor del
cuerpo, la imposibilidad de marginarlo, de olvidarlo en un rincón oscuro como
un mueble destartalado, como un viejo instrumento cuyo disfrute agotamos y cuya
armonía no marca más que una infancia de reglas impuestas, de esfuerzo y
represión. El futuro, por definición, no existe. El pasado amarra entonces a lo
irrecuperable y lo va inmovilizando como a un esclavo atrapado en un red que se
estrecha; los recuerdos le hacen creer que son puros objetos de juego, de
arreglo, de retoques y arrepentimientos, como las líneas indecisas de un boceto
–son, en realidad, las ruinas recientes de una fracasada representación-: van
devorando al que los rememora, como una lepra lenta que lo aniquila y corrompe
de la cabeza a los pies hasta convertirlo en una ruina orgánica, de la
podredumbre piadosa designación.
*
Dios es
pródigo en la expiación, desmesurado hasta lo irrisorio en la que condena a los
llamados viejos, esos que han perdido para siempre la energía y la voluntad. Lo
más humorístico de su torpeza, o de su designio, es que la víctima ignora a la
perfección cuál es la falta cometida, cuál el código de premios y castigos, de
reprimendas y recompensas a que obedece su damnación.
Estos desmanes en lo siniestro
–también, hay que reconocerlo, en lo maravilloso- son propios de Dios. Se puede
incluso suponer que son su verdadera firma.
*
Consigna
para los días que siguen, para el tiempo que me quede: ADIESTRARSE A NO SER.
*
Cuando la
carencia de energía asalta, o bien cuando, progresiva y solapada va tomando
posesión del cuerpo, cada día se pierde la capacidad de hacer algo, cesa o se
degrada un don, se corrompe un recuerdo, un nombre propio se tergiversa.
Nuestra escritura, por ejemplo, antes equilibrada y uniforme, en la que el
pensamiento se encadenaba sin esfuerzo, legible como la partitura en el fraseo
de un gran pianista, hoy se desvía de la línea, tiembla, exagera puntos,
acentos, banderines y tildes. Todo es borrón, tachonazo incongruente,
sanguinaria ballesta. Las letras ameboides surgen solas, sin mano que pueda
moderar su aceitosa expansión. Un pájaro de presa, ávido de nuestro propio
desperdicio, se esconde en cada trazo.
Abro las ventanas para no pensar en
lo que ocurrirá cuando la carencia vaya acentuándose: el aire no se mueve, no
entra, como si en él pesara un sentimiento de amargura y de desolación.
Lo difícil es eso: pensar en otra
cosa. Pasar a algo distinto sin que la amenaza, la imagen agazapada –la de la
muerte- vuelva.
*
Se trata de
medir la temperatura de las nubes de gas, deshilachadas y lejanas, que se
encuentran en el alba, en los confines del cosmos. Si, aunque sea en un
millonésimo de grado, esta temperatura es superior a la del resto, se habrá
probado el Big Bang.
*
El
verdadero infierno consistiría en que hubiera algo –cualquier cosa que fuera- después de la muerte, en que ésta
no fuera una cesación, un reposo total.
*
Habrá que
escribir un breviario: De la dificultad
de morir.
*
Nos entregaron
la vida -¿quiénes?- como un don precioso que nunca pedimos y en cuya entrega
–el nacimiento- no tuvimos ni la menor participación.
Llegamos a olvidar la vida, o a
considerarla como algo transparente, imperecedero; los sentidos nos distraen de
su lento fluir a nuestro lado, de esa corriente en realidad fangosa en que
estamos sumidos.
Así que de repente, un día
cualquiera, nos damos cuenta de que el don, la gratuidad de que disfrutábamos
nos van a ser retirados: lo anuncia la energía que se pierde, la delgadez
inevitable, ese color inhabitado que el sol no logra erradicar.
Si nos miramos involuntariamente en
un espejo, lo que vemos nos hiela: un esperpento apresurado, de pómulos hundidos
y cabeza calva, nariz filosa y negruscos labios. Rodea la figura un manchón
pintarrajeado, frotado con carbón.
¿Qué hacer ante la dádiva que se
retira? Lo que nos concedieron sin pedirlo, nos es arrebatado, ahora que lo
disfrutábamos, como si lo reclamara, intransigente, su posesor.
¿Qué hacer? ¿Implorar prórrogas? ¿Suplicar
mendrugos de vida que tarde o temprano irán a dar al traste, al pudridero?
¿Encarnizarse en la cura o en la busca de otras soluciones ofrecidas por
medicinas más o menos míticas?
No. La única respuesta del hombre,
la única que puede medirse, por su desenfado, con la voluntad de Dios, es el
desprecio: considerar ese don precioso como algo intrascendente, irrisorio,
como lo que llega y se va. Sin otra forma de evaluación.
Queda también, de más está decirlo,
otra solución. Precipitar la restitución de la vida, escoger el lugar y el modo
para devolverla sin el menos agradecimiento, sin el menor teatro.
*
El cuerpo
se convierte en un objeto que exige toda posible atención; enemigo despiadado, íntimo,
que sanciona con la vida la menor distracción, el receso más pasajero.
Según despunta el día comienzan las
curas, en un orden inflexible aunque arbitrario, que avanza de la cabeza a los
pies, o al revés.
En las uñas roídas, en la planta
leprosa de los pies, entre los dedos que va ganando un hongo blancuzco, microscópico
y ladino que luego estalla en forúnculos y placas purulentas, se aplica una
pomada antifúngica, untuosa y rancia. Luego hay que envolverlos en bandas de
gasa sostenidas por esparadrapos hasta que semejen momias o infantes medievales
envueltos y alcanforados contra la peste bubónica.
En la rodilla: un hueco de bordes
rugosos y fondo amarillento, cráter dérmico que ahogan lociones cortisonadas, o
techan parches antibióticos.
Se aplica una preparación hialina y
verdosa –olor mentolado y nauseabundo- en una desgarradura persistente, entre
el testículo izquierdo, canoso y desinflado y el –ya sin ímpetu ni talla-
engurruñado sexo.
Ejercicios simplones para aumentar
la capacidad respiratoria.
Un tazón de pastillas a tragarse
pensando en otra cosa.
Las encías y la lengua, con algodón
y un palillo, se humedecen de un líquido cáustico y desinfectante, que disuade
el morbo de toda posible intimidación.
Afortunadamente, por el momento, no
hay nada en la cabeza.
He aquí, el “menú” de cada día: en
los pies, Fongamil, entre los dedos, y Diprosone, en la planta; en la rodilla,
penicilina; en el testículo, Borysterol.
Los tazones diferentes –en uno hay
un paisaje marino, quizá tropical, que lo decora y distrae de su contenido-
aportan Visken, Nepressol, Depakine Malocide, Adiazine, Lederfoline, Retrovir
(AZT) o en su lugar Videx (DDI), Inmovane. El último es sólo un somnífero. Además
Cortancyl –en ayunas-, Zovirax, Diffuk y, si es preciso, Atarax.
El Teldane –antialérgico-, el
Doprilane –analgésico- y el Motilium –antivomitivo- son opcionales.
Una vez por mes pasa un pelirrojo
alto y delgadísimo, siempre en camisa de manga y corbata tejida. Carga como
puede un aparato pesado, oscuro y cúbico, que parece un acumulador y que de
inmediato enchufa.
Por un embudo de plástico que se
enrosca sobre sí mismo, como un trombón reducido, el afectado aspira un vapor
antibiótico que lo protege, hasta la próxima visita, de toda afección pulmonar.
Cuando termina la inhalación –unos veinte
minutos-, el practicante desenrosca el embudo, lo envuelve cuidadosamente en un
papel y lo bota en el saco de la basura que mañana alguien se llevará.
Comienza entonces el interrogatorio:
“¿Tuvo náuseas, sensación de ahogo, sabor amargo en la boca? ¿Lo han llevado,
en el curso del mes, a otro hospital? ¿Fiebre, expectoraciones, vértigo?”
Recoge y empareja sus planillas
impresas y acribilladas de NO. Las ordena escrupulosamente en una maletica
arrugada y negra. Fija la fecha y la hora que siguen, como si el hospicio
desbordara de actividades mundanas y en la agenda de cada recluido no cupiera
una cita más.
Se inclina para ver los libros que
están en la mesa de noche. Observo entonces que trae prendido al cinto, un bip: en cualquier momento pueden
llamarlo de urgencia. Alza unas pesadas Obras
completas.
Deposita con cuidado el volumen; se
anima y me comenta que está leyendo algo muy instructivo sobre la evolución de
las especies, en que se demuestra, de modo irrebatible, que Darwin se equivocó.
El hombre –añade- no desciende del mono, sino que es algo así como su primo
hermano. Lo han probado con mandíbulas y colmillos. Y no será, tampoco, el último
eslabón de la evolución: quedaremos reducidos y calvos, como lagartos de pie. La
ciencia –concluye- se equivoca…
-Es verdad –le contesto tajante,
pensando, más que en lo que me dice, en los parlanchines que manipulan este
lugar-, pero de nada serviría, a estas alturas, recurrir a otros sistemas, por
naturales que parezcan. Aunque vengan de Oriente. No contribuyen más que a la
confusión general.
Me mira algo escéptico. Saluda muy
respetuosamente. Y se va: “¡Hasta la próxima!”
*
Antes
disfrutaba de una ilusión persistente: ser uno. Ahora somos dos, inseparables,
idénticos: la enfermedad y yo.
Parece que el embarazo procura esa
misma sensación.
*
“Se puede
afirmar, en efecto, que San Juan de la Cruz nos aporta los elementos para una
crítica de la Experiencia mística. Y esa experiencia, como él la esboza,
implica una negación de todo lo que aparece. Todo lo fenomenal se rechaza. La
Experiencia mística no puede ser la experiencia de un objeto, en el sentido
realista de la palabra. Tampoco es prueba de una presencia. Ya que todo
sentimiento de presencia es, aún, un fenómeno.
“La Experiencia mística es, pues,
para San Juan de la Cruz, algo que trasciende al fenómeno, cualquiera que éste
sea. Y no hay certeza de lo divino más que cuando nuestras formas de
representación no tienen validez. No hay contradicción: no es el mismo yo el
que, primero indeciso o desafiante, se identifica luego con un Dios al que
declara cuyo.
“San Juan de la Cruz resume en la
palabra noche el carácter de esa experiencia. A través de la negación de los
diversos objetos, que éstos sean naturales o sobrenaturales, se insinúa en
nosotros eso que ni nuestros sentidos ni nuestra capacidad mental podrían comprender”.
Jean Baruzi, L’intelligence mystique