Morrissey cierra los ojos
En tiempo real, recuerda el temblor y lo inusual del trayecto, el
quedarse solo después de hacerle el amor a una multitud que imagina que
no hay nadie en el mundo como él. Una taza de té, algo tan inglés, sobre
la mesilla del último hotel intenta, sin conseguirlo, describir una
escena habitual
Hay un faltante de carácter emocional en este estado
de situación. Sí, lo sabe: la contabilidad nunca ha sido su fuerte;
ahora mismo, sufre al darse cuenta que hay cosas que desconoce y que
pervierten la sensación de ser “así”.
Otra gala más, el furor de
las primeras filas, la adolescentricidad como imperativo social y su
postura de viejoven atractivo y seductor carcomida; hay menos I love you que
antaño, más peleas y comentarios maliciosos que intentan penetrar la
piel de cocodrilo de un actor en fuga. La fiesta de hoy se convierte en
un eslabón perdido entre los hooligans pendencieros y las poses
sudorosas imperceptibles en aquellas películas de los 50s que veía en la
televisión. Su vida como eterno re-run, un strip-tease emocional que
ya, en estos tiempos cínicos, da igual. Él sabe que la sinceridad actual
es como el estribillo de una canción pop: un distractor que emociona y
confunde.
Confirma que sigue siendo un héroe para exiliados del
mainstream, algo que ayuda a romper la anestesia y el control, la punta
de lanza para lo que vino detrás. Sí, algo ha cambiado en estos años, el
futuro le dio la razón (a medias). Algo preocupado, Morrisey mira a su
alrededor, todo lujo y, sin embargo, sigue sintiendo la misma miseria
imantada por quemar. Su tan alabada y reconocida ambigüedad intenta
sacarlo de quicio. Años marcados por la diferencia entre el traje de
diseñador japonés que ahora cuelga en el closet y aquel cardigan roído
que llevaba sobre los tejanos deslavados. Un detalle peculiar:
permanecen las gladiolas como souvenir de otra época, tan festiva como
lejana, entre el destello del fan tradicional y la falsa tranquilidad
que viene después de una risa fingida y el enojo por citas mal
referenciadas. Apariencias.
No puede respirar, sale al balcón. Esta
ciudad, cualquier ciudad, es hermosa vista desde arriba. Es tan difícil
sobrevivir la distancia y el gusto refinado que lo trastoca todo. Lo
merece, piensa. Ha pasado por tantas cosas: escuelas sin creatividad y
una infancia sin más amigos que los libros; tiempos de arrebatos y
obsesiones de adolescente tardío; las tardes sabatinas elaborando chart
semanales alternativos a los reales y los paseos con chicas raras que lo
único que poseían eran weirdreams para compartir; la habilidad de
escribir a puntillas una suerte de manual de auto-ayuda que no respeta
las leyes no escritas en los suburbios. La debilidad es, para otros, la
fortaleza del espíritu.
Si pudiera salir, si quisiera salir. Si
tuviera un poco de voluntad ahora que tiene una tarjeta bancaria con el
crédito suficiente para pagar la borrachera a todo un contingente de
chicos y chicas que asisten a sus conciertos. Pero, por alguna razón que
no conviene escarbar, queda la misma patología, el asco social, el
temor de que descubran aquello que marca la diferencia y volver a
escuchar las burlas y los cotilleos de giallo magazine. A destiempo, las
oportunidades caen y revientan.
Intelectualizar cualquier situación, a veces, está de más.
Entra
al enorme baño, se desnuda poco a poco. Necesita algo más que agua
caliente para mitigar el cansancio, para desconectarse de todo. De
reojo, se ve en el espejo. Se detiene un poco en ello. Esto es lo que
hay. Desnudo y sin antorchas que defender, reflexiona en el enorme daño
que hicieron los Ochenta. La fugacidad de la amistad, el golpe bajo de
una traición, el tipo de escarnio público que mermó la auto-estima de
Wilde, eso que resquebraja cualquier posibilidad futura de reunión.
Entre la inquietante promesa de aquel “Marry me” y el “Fake” resentido
hay mucho camino recorrido.
Lo que había se quemó por ambos lados
y por en medio. En estos tiempos-crucifijo, el dinero no importa nada y
“nunca” se convierte en algo más que una palabra que se dice en un
momento de ofuscación, cuando se convierte más en una señal de que uno
ya ha perdido ese loving feeling.
Justo antes de meterse
a la tina, Morrisey piensa en su barrio, en aquellas noches cuando
apagaba las luces antes de que los gatos bailaran el twist habitual y
sus maullidos partieran de tajo una tranquilidad de clase obrera;
recuerda la mañana colegial siguiente y el double decker bus en
pendiente elevada, su vida de chico pobre, opacado y mira-zapatos; su
posterior refugio en el envío de cartas-reclamo a los music weeklies y
un fanatismo exacerbado por las muñecas de Nueva York. Piensa en por qué
nunca escribió un tema como “Holding hands & fall in love again".
Cansado, al sentir el abrazo jangle pop del agua caliente, Morrissey, algo entusiasmado a pesar de la inminente derrota, cierra los ojos e intenta soñar con un millón de posibilidades.