No recuerdo si tenía ocho; quizá eran nueve o tal vez diez. Pero en casa hubo una televisión a color y era de las primeras con control remoto. Previos a esos años, acompañaron mi vida caricaturas en blanco y negro en un televisor de torreta. Para ver colores debía ir al cuarto de mis abuelos (vivíamos con ellos, no ellos con nosotros: llegamos al mundo y de inmediato a su casa) y fuimos una invasión de programación infantil, la excusa de los colores. Un día llegó dinero, más del que usualmente teníamos para vivir y acompañamos a mi papá a la Pulga Mitras. Regresamos a casa con una Toshiba a colores, con control remoto. Fue complejo, al inicio, separarnos de la tele. La otra nos aburría; era difícil pararse a apagarla, cambiar de canal, sintonizar bien un canal, intuir siluetas tras el ruido blanco. Así que la Toshiba cambió las dinámicas familiares y mis relaciones visuales. Se acabaron las excusas, las inesperadas visitas al cuarto de mis abuelos. Una tele a color propia.
Alguna vez,
de las pocas en las que pude apropiarme del control remoto (que jerárquicamente
le pertenecía a Ricky, nuestro dictador hermano mayor, que aún continúa al
poder), sintonicé algún canal que, por contenido, intuyo que fue el canal
cinco, aunque puedo equivocarme. Y vi una película animada que cambió mi vida.
Modificó todas las percepciones a las que tenía acceso. Nunca había visto algo
tan hermoso, algo que entrara tan profundamente en mi psique de primera década.
Fue una animación (caricatura, la dije por muchos años) que me hizo
cuestionarme la vida, la frontera entre lo onírico y la realidad, la ficción,
mis ontologías infantiles; a la par acrecentó las paranoias, las preguntas y
activó un algo que hasta ese entonces era un botón apagado; me puso a pensar en
el mundo y en mi situación microscópica en la historia de la humanidad. Sí, me
angustió mucho y quise compartirlo, aún sigo siendo muy generosa con mis
temores. Pregunté a todos mis amigos de aquel entonces: compañeros de primaria,
vecinos y primos, la periferia generacional y cómplice. Ninguno la había visto
y yo me dedicaba a recrearla a detalle para refrescarles la memoria o, bien,
para transmitir esa información que me fue brindada. La idea de la película
animada germinó y nunca pude olvidarla. Me llevó a otros temas, a otras
búsquedas, a distintas respuestas y diversos criterios. Seguí insistiendo aun
la adolescencia y la adolescencia la maduró de otra forma. Nadie nunca. Y mi
discurso sobre la invisible película fue cambiando tanto que, igual que mis
amigos, también creí que yo me la había inventado.
Pasaron los
años y la cuestión se apaciguó un poco. Llegó la literatura, sponsor de mi
existencia y la pregunta apenas afloraba en un estado de embriaguez profundo:
¿Alguna vez has visto una película que…? NO. Y entre balbuceos briagos, me
atrevía a contarla, la mayoría de las veces poniendo de mi cosecha (no es un
secreto mi oficio de ensalzadora), otras, tratando de apegarme lo más a la
realidad bajo la influencia de las drogas, escuderas de un entonces. Alguna vez alguien dijo sí y me
contó el final que en ese tiempo ya estaba un poco oxidado en el recuerdo de
las tantas veces. Dijo sí y en mi psique implotó otro mundo y supe al momento la
importancia de esa ser sobre mi existencia. Y la animación fue una excusa para
otros temas de similar complexión, mas nunca lejos de esa génesis de la
película. Supe que la película sí existía, pero que ni yo, ni la otra ser en
el mundo que (en ese mismo canal a esa misma hora en ese mismo día de más de una
década atrás) también la había visto, recordábamos su nombre. (Sé que he dicho, para ponerle un moño a mi
desbocada pasión, que el día que pueda nombrarla, probablemente moriré, pero simbólica y
convenientemente, para mí, como para otros convenencieros, la muerte es un
cambio de etapa)
Como
usuaria de internet la busqué bajo todos los tags que se me ocurrieran y,
obviamente, seguí preguntando personalmente a geeks, nerdos y cinéfilos sobre
la película. NADA. El tema ya estaba madurado y evolucionado en mí, pero la
curiosidad del nombre, el impulso de verla de nuevo, se convirtió en un ritual.
Debo confesar, en este momento, que hasta hoy, una vez a la semana, desde hace
siete años dedicaba una hora (fácil) a buscarla bajo todos los tags posibles:
hombre que sueña, sueño de un pueblo, y mil etcéteras que me llevaron a
inconmensurables descubrimientos artístico-literarios, así como a una fuerte
cantidad de bizarrencías. La búsqueda fue una llave al mundo personal, alrededor
de su espectro se formó una silueta de intereses, justificaciones e información
muy valiosa para mi trabajo y, obviamente, para mis decisiones vitales. Edité
también el secreto de mi cuestionario. En un estado alterado o en un momento en
el que sentía que una persona se estaba volviendo muy íntima, le preguntaba:
¿Has visto una peli que…? NO. Cualquiera que me conozca bien o que haya tenido
un grado de cercanía psíquica conmigo ha sufrido la pregunta de la película o
la sinopsis de la misma. Tal vez muchos de ellos no lo recuerden porque
generalmente, y en los últimos años, el tema fue gritado en el frenesí de un bar
o tras muchas copas, correspondiendo a mi idiosincrasia mexicana
de contar las profundas congojas frente a una botella.
Ayer
regresé de Medellín. Fue un viaje de nueve horas de vuelo, horas de espera en
las salas ídem, aduanas, preguntas (viajar de Medellín a Tijuana es la
etimología de la sospecha), maleta revuelta y un coxis desecho. Afortunadamente
tuve una pésima señal de internet. Durante las dos semanas en Medellín, mi iPod se quedaba conectado, así que en mi
ausencia, y supongo que en ausencia de los residentes del hotel, tuve una mejor
recepción. No pude saciar mi neurosis de vida y mi oscuro secreto de
búsqueda fue mermado por un google que se pausaba en un eterno loading.
Desistí. No tenía que buscar la película estando en otra ciudad, en otro país.
Y me aguanté las patologías.
Hoy, la
faja cerebral que me apliqué, explotó. Con mis holgados 2.5 gigas de internet, escribí
tags sobre el buscador. No sé si fue la percepción o la fortuna. Sí, este viaje
modificó en amplitud mi otredad. Pero mágicamente, como si sólo esperara por
mí, una imagen apareció y me fui ligando a otras cosas (lo de rutina en la
investigación), y llegué a la página del director de la película y de ahí me
fui a Youtube y epifánicamente el video apareció. Y sí, qué destino el mío para
tener acceso a ella. ¿Por qué? ¿Por qué la niña que fui llegó a ver una
animación de arte de un británico? Quizá fue algo común para otros y eso pensé
estos veinte años. Pero a falta de respuestas, lo siento como algo especial. Sé
que hoy termina una etapa importantísima (y adjetivarla de importante es
insuficiente e injusto). Esa búsqueda ha concluido porque puedo nombrarla:
RARG. Y hoy la he vuelto a ver. Y el corazón se siente ligero, canoso y fluye,
aunque la nostalgia de búsqueda ha comenzado a permear y ya la extraño: RARG,
concluyo.
RARG by Tony Collingwood (1989)