Usó precisamente “desbordar”. Fue en esa ocasión cuando recurrió por primera vez a ese verbo, se afanó por explicitar su sentido, quería que entendiera bien qué era el desbordamiento y cuánto la aterrorizaba. Me apretó la mano con más fuerza aún, gesticulando. Dijo que el contorno de los objetos y las personas eran delicados, que se rompían como el hilo del algodón. Murmuró que para ella siempre había sido así, un objeto se desbordaba y llovía sobre otro, en un disolverse de materias heterogéneas, un confundirse y mezclarse. Exclamó que siempre había tenido que luchar para convencerse de que la vida tenía bordes sólidos, porque desde niña sabía que no era así —de ninguna manera era así—, y por ello no conseguía fiarse de su resistencia a golpes y empujones. Al contrario de lo que había hecho hasta un momento antes, le dio por pronunciar frases excitadas en abundancia, a veces amasándolas con un léxico dialectal, a veces tomándolas de las mil lecturas hechas de jovencita. Murmuró que no debía distraerse nunca; si se distraía, las cosas verdaderas que la aterrorizaban con sus contorsiones violentas y dolorosas tomaban la delantera y se imponían a las falsas que, con su decoro físico y moral la calmaban, y ella se hundía en una realidad emborronada, gomosa, y ya no conseguía dotar a las sensaciones de contornos nítidos. Una emoción táctil se disolvía en una visual, una visual se disolvía en una olfativa, ah, qué es el mundo verdadero, Lenù, lo hemos visto ahora, nada nada nada de lo que pueda decirse definitivamente: es así. Por eso, si ella no estaba atenta, si no vigilaba los bordes, todo se escapaba en grumos sanguinolentos de menstruación, en pólipos sarcomatosos, en fragmentos de fibra amarillenta.
La niña perdida (Ed. Lumen: 2016)