tengo el excepcional don de sorprender a la gente cometiendo actos ilícitos. Y, aunque nunca hago el intento por detenerlos (me quedo congelada en el mejor de los casos, en el peor ni me doy cuenta, generalmente me estoy sacando los mocos), dejan de hacerlo en cuanto los veo. La mayoría de las veces se me olvida, a menos que haya sido un intento de daño contra mi persona. Pero por ejemplo, recuerdo aquélla vez en que un güey me venía siguiendo en bici hacia la casa; era mi etapa antibettyfor, así que estaba bastante drogada. Por precaución, al entrar a la casa, me quedé en la cocina. Tomé el cuchillo cebollero. Esperé apenas unos minutos para escuchar los rayos de la bici de cambios al estacionarse, luego el crujir de hojas secas sobre la banqueta; el pasador oxidado de la puerta. Su nariz apenas cubierta por la visera de una lugarcomunesca gorra de los Yankees. Mi rostro encendido (cuando estoy borracha o drogada generalmente no me importa el efecto de mis acciones -como a todos), el cuchillo cebollero indiferente (¿qué diferencia puede haber entre cortar cebollas o filetear la piel estomacal?, pareciera que pensara -si las hojas de acero inoxidable pensaran) en mi mano. La pregunta: ¿qué chingaos quieres, puto? La respuesta: una respiración entrecortada por la adrenalina. La insistencia: ¿qué quieres, hijo de tu puta madre? La respuesta: la misma. Mis pasos agigantados y rápidos adjunto el grito: ¡maaaaaaaaaaamaaaaaaaaaaaaaaá! El trastabilleo de mis converse corriendo tras él. Mi madre en bata: ¡déjalo, mijita! Un hombre que corre en medio de la avenida que me vio crecer. Yo que enseguida tomo su bicicleta por el cuadro y la cargo con la energía en abonos prestados por la cocaína: ¡llévate tu puta bicicleta, mínimo! Un hombre que corre y se pierde entre el asfalto solitario de la avenida principal de cierto barrio. Mi madre tras de mí. Yo con una chatarra de bicicleta entre las manos, entrando de nuevo a la casa. La guardo en el patio, expectante de que el güey regrese. Y nunca. Mejor el oxígeno y las reacciones químicas sobre el esmaltado color rojo fuego de la bici (con los años). Luego alguno de los primos gandallas se la llevó. Y yo dejé el cuchillo cebollero sobre la barra del fregadero. Y con ello los punzocortantes, fieles compañeros de mi don.
Después de vivir en una playa de la que David Lynch debería ser el director/alcalde, en una ciudad como Tijuana donde el ulular de las ambulancias y patrullas es el soundtrack común (agregándole, sin orden de importancia, que vivo a la vuelta del SEMEFO), mi don, de tanto se ha medio averiado o confundido. Balaceras, muertitos envueltos en cobijas, robos, persecuciones y un etcétera de lugares comunes en esta Suave Patria. Pero hoy, esta aún noche de viernes lo escuché a menos de cien metros reducir la velocidad de su voyager blanca. Estacionarse afuera de mi santuario-hogar. Lo escuché apagar su motor afuera de mis aposentos. Y yo, irredimibles células en fin de semana, dispuesta a continuar la disciplina de este oficio, cargada con tres caguamas victoria y una laptop en mi humilde rincón de escritriz que, afortunadamente, da hacia la calle: lo vi. Vi sus ojos redondos y lo escazo del cabello en las sienes treintañeras. La blancura de su piel marcada por el acné juvenil. Lo vi introducir un metal (llámese llave, alambre o desarmador) en la cerradura de la Bestia Verde (la camioneta de mi Jenny); me asomé por curiosidad, por instinto y lo vi. Maniobraba incómodo desde su asiento de piloto. Mi silueta enmedio de la ventana, observándolo, en una mano un vaso de cerveza, en la otra un cigarro. Me miró iluminada por la pantalla de la computadora en una límpida página de word. ¿Qué quieres, puto? alcancé a insinuarle. Y contrajo la mano con el metal y sus ojos, al tiempo que le repetí con mi rostro completo: ¿qué chingaos quieres, pendejo? Y la voyager arrancó cuesta abajo. Y yo salí a poner el bastón en el volante, a asomarme como el valiente de la lotería patrocinada por la fermentación genérica de unos granos de cebada. Luego subí a mi rincón de superheroína indisciplinada a intentar enfrentarme con este enemigo llamado office. Una pinche página en blanco a la que no se le sorprende con un cuchillo cebollero ni con un don averiado.