debía postear algo que probablemente postearé en un rato. Quizá mañana. Pero en este momento sólo tengo ganas de contar algo. Tal vez a manera de homenaje porque ahorita, justamente, me gana el homesick y la memoria.
Dos son mejor que uno (o llegaste a mi vida en una hielera vacía)
Hace algunos años, cierta mejor amiga, maestra, tutora vital, hermosa, talentosa y genial mujer a la que sólo llamaré PLK, iba a mudarse a Cancún. Es decir, tenía planes de salir de Monterrey a como diera lugar y yo era su cómplice. Tras meses de planes y debido a que sus mininos se estaban convirtiendo en una jauría felina, ofreció regalarme un gatito. Los demás serían dados en adopción a uno de esos lugares donde los cuidan mientras llegan potenciales nuevos padres.
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Acepté el regalo en una borrachera. Dije sí, ahuevo, yo me llevo uno. Dije sí entre copas porque sobria, sabía que mi economía dependía de mi madre; pero ebria, para mí todo es posible. Así que dije sí, ahuevo. En los siguientes días yo prepararía el terreno y la moral familiar para que además de mí, ahora alimentaran a mi compañerito. Lo elegí entre otros tantos en el patio, grité ése al verlo peludo, acolchonadito, serio, cargable, pequeño. Pensé llamarlo Irvine, en honor a uno de mis escritores favoritos: Irvine Welsh. Pero no me lo llevé. Lo dejé ahí ante la sentencia y la promesa de que con los días regresaría por él. PLK me dijo al siguiente jueves, en la mesa de su casa, en la que nos acompañaba su prima Angélica, que quizá yo debía llevarme dos, en lugar de uno: dos son mejor que uno, sabes, Gaby. Siempre dos, son mejor que uno. Y asentí asida a una tecate lite: tienes razón ¿por qué he de llevarme uno, cuando puedo tener dos? Sí, dos son mejor que uno. Esta vez no elegí el segundo gato. Pero no me importaba su aspecto, tamaño, pelo, género. Esta vez sólo paseaba en mi cabeza la idea del número: DOS. ¿Cómo decirle a mi mamá que no sólo me tendría que mantener a mí sino también a Irvine y a otro u otra más? Fácil: no le dije. No le dije de Irvine y en consecuencia tampoco del otro u otra.
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En algún preludio de fin de semana, PLK, me invitó a pasar esos días en su otra casa (en un paradisíaco desierto a la afueras de la ciudad), pasaría por mí en su coche, dijo en media hora y yo estaría en la puerta con mi mochila, esperándola, como solíamos hacer. Pero añadió: llevo a dos son mejor que uno, ¿eh? para que te prepares. Ok, alcancé a decir. Y a decirle a Tati, mi hermana, que preparara una cajita para algunos que iban a llegar, que comprara alimento y que luego se lo pagaba. PLK llegó en su coche y del asiento trasero sacó una hielera. Adentro venía Irvine, encrispado por el movimiento, junto con su hermanita, una gatita gris de pelo corto, tranquila, de ojos verde amarillento. Isabella, pensé, se va a llamar Isabella como la Santacroce.
A mi regreso de la cabaña, después de todo el fin, fui a buscarlos. Y ahí estaban: Irvine e Isabella o como los llamaríamos en nuestras bromas: dos son mejor que uno. Dos son mejor que uno crecieron. PLK se fue de Monterrey. No nos veríamos tan seguido como las tres veces a la semana acostumbradas sino una vez al año si teníamos suerte y dinero para acortar la geografía. Pero yo tenía a dos son mejor que uno, que de muchas maneras representaban a mi amiga y su familia que para el entonces se había convertido en una extensión de la mía. Irvine se convirtió en un gato huraño y enojón. No se dejaba agarrar tan fácilmente y le molestaban los extraños. Comía, taciturno, dormía en las sillas del comedor, en mi cama. Pero Isabella (que nunca maulló) era una especie de gatita feliz. Mientras el otro pasaba menos tiempo con humanos como le fuera posible, Isabella buscaba cualquier tipo de contacto con la humanidad representada por mi familia. Isabella tuvo un novio, un gato vecino color miel. Irvine estaba celoso siempre. Isabella se embarazó. Irvine no quería a los gatitos e incluso les gruñía. La estirpe creció, se reprodujeron y nosotros nos acostumbramos a ayudarla a parir y buscarles casa a todos. Tres años pasaron para la inevitable huída de Irvine quien cada vez estaba más molesto y convivía menos con nosotros. Un día se fue, así. Se fue y ya no volvió (mi mamá dice que los gatos a veces se van así). Mi hermana y yo, que éramos las más cercanas al gato, nos entristecimos e incluso lo buscamos en algunos techos pero nunca lo encontramos. Isabella parió a Medea que parió a Sylvia. Por nuestras manos y ante nuestros ojos, pasaron Calixtos, Melibeas, Sófocles, Eurípides, Platones, Aristóteles y un sin fin de efímeros nombres helénicos (imagino que sus nuevos padres los cambiaban en cuanto los recibían). Isabella era la matrona de todos. Isabella mandaba en la casa, cuidaba, alimentaba a los más pequeños.
Un buen día decidí "independizarme". Seguir viviendo en la ciudad pero ya no en la misma casa, ni siquiera en la misma colonia. Sorteármelas sola: sin trabajo, sin dinero. Iría de visita a la casa materna sólo algunas veces a la semana, a visitar a la familia y a medio convivir con Isabella y Sylvia (Medea estaba en un lugar mejor y no precisamente en el eufemismo de la muerte). Luego de veintemil avatares, me cambié de nuevo y así estuve por meses, doblando mi ropa en bolsas de plástico, sin saber qué sería de mí. Regresé un tiempo a la casa de mi mamá, un par de meses para después salir de nuevo a la efimereidad de otro espacio. Hasta que un día salí de la casa, de la colonia, de la ciudad y llegué aquí. Aunque le di muchas vueltas a la idea de traerme a Isabella conmigo, la propuesta nunca se llevó a cabo, Isabella se quedaría en Monterrey pues ¿qué haría una gata en la playa, lejos de su familia? Cuando hablaba con mi hermana, siempre me decía algo sobre las gatitas. Algo para cerrar la conversación, algo, algo como: Isabella se cayó del árbol pero ya está bien. O: Sylvia quería atrapar un pajarito pero no la dejé. O: una señora se quería llevar a Sylvia pero mi abuelita le dijo que no. Y comentarios similares. También tuve una perra llamada Sabrina, pero ella fue robada por alguien, mientras yo aún vivía en la casa. Tenía 8 años la última vez que la vi. Hoy tendría 10. Alguna vez, hace algunos meses, Tati me mandó un mensaje al celular, diciendo: felicidades, otra vez ya eres tía, una hembra y dos machos, todos blancos. Y eso significaba que Isabella había tenido gatitos de nuevo. Sonreí feliz de saber que dos son mejor que uno, eran, cinco son mejores que dos. Pero me puso algo nostálgica no saberme en la periferia. No estar en esa casa cuando las nuevas (y las malas) llegan. No ser parte de los complots familiares ni de los dramas mascotescos. Me da un cierto tipo de homesick no caminar por el pasillo para ver los cactús de Beto, no bajarme a Isabella de las piernas, no callar a Sabrina cuando ladra a los transeúntes de la banqueta. Tengo nostalgia de no saber lo que ocurre, los pájaros que anidan en el árbol, las nueces que caerán en el patio de un ahora inexistente nogal cortado por el vecino. Me recuerdo en el techo del segundo piso, armando un club donde yo era la jefa y Tati y Beto mis subordinados. Hoy, que Isabella murió envenenada, pienso en la rapidez con que se han ido estos años, mis amigos, algunos familiares, mis vecinos. Hoy, he estado dándole vueltas a la idea de que en unas semanas tendré 27. Veo a mi perrito en la escalera, ladrándole a inexistentes transeúntes. Me cuestino, en mi ñoñéz mascotil, si Isabella se llevaría bien con él. Hoy que recibí la noticia por teléfono, me cayeron muchos veintes sobre todo lo que conozco y no despediré. Todo lo ha formado parte de mi vida y ni siquiera alcancé a decirle buen viaje. Nunca me despedí de Isabella.