Hace dos días
se cumplieron 16 años del fallecimiento de Kathy Acker.
En agosto
de este año, participé como editora invitada en la publicación {outward from nothingness}, en donde la frase “Health is the lusting for infinity” de Kathy
Acker, detonó la posibilidad de contenidos para mi participación. El primer
texto fue la traducción de un artículo que Kathy publicara en The Guardian, a
principios de 1997 (falleció el 30 de noviembre del mismo año, en la ciudad de
Tijuana). El texto original se titula “The gift of disease” y es un testimonio
literario sobre el proceso de su enfermedad, una vez que la autora fue
diagnosticada con cáncer de mama. Volver a publicar el texto en inglés y publicarlo por primera vez en español, no habría sido posible sin la generosidad de Matias
Viegener, que nos permitió publicarlo en ambos idiomas; y a la lectura y
comentarios que de mi versión en español hizo el escritor y traductor, Efrén
Ordóñez Garza. Transcribo aquí la primera parte y debajo adjunto dos links que
corresponden a las segunda y tercera partes, mismas que también pueden ser consultadas/leídas en inglés.
El don de la enfermedad
Kathy Acker
Voy a contar esta historia como me la
sé. Incluso ahora, me es extraña. No tengo idea de porqué la estoy contando,
pues nunca he sido sentimental. Tal vez lo hago sólo para decir que sucedió. Me
diagnosticaron cáncer de mama en abril del año pasado. Había tenido un
historial de quistes de pecho pero, hasta ese momento, ninguno había sido
maligno. La biopsia reveló que la masa implicada tenía menos de cinco
centímetro de diámetro.
A diferencia de la
mayoría de las historias médicas, el horror de ésta sucede al principio y
gradualmente terminará el miedo.
La mayoría sucedió en
Estados Unidos. Las partes en Gran Bretaña pueden ser otra historia.
Puesto que encontraron células
cancerígenas en las orillas del tejido que me fue extraído, mi cirujano me dijo
que tenía dos opciones: ya fuera una lumpectomía con radiación o una
mastectomía semi-radical, sin radiación. Dado el tamaño de la masa y los
hallazgos en su investigación, me dijo que, acorde a las estadísticas, había
solamente un 30% de posibilidad de que el cáncer se hubiera metastaseado o
extendido alrededor del tejido circundante. Y que si no, no necesitaría
quimioterapia.
Me aterraba el cáncer,
pero le temía más a la quimioterapia.
En aquel entonces,
trabajaba como profesora invitada en una escuela de arte, así que no calificaba
para tener prestaciones médicas. Y como no tenía seguro médico, los gastos
correrían por mi cuenta. La radiación costaba $20,000 dólares; una sola
mastectomía cuesta, aproximadamente, $4,000 dólares. Por supuesto, habría
gastos adicionales. Elegí la doble mastectomía, pues no quise quedarme con un
solo seno. El precio era $7,000 dólares, podía costearlo. No me interesaba la
reconstrucción de senos, y no costaba menos de $20,000 dólares, al igual que la
quimioterapia.
Según las estadísticas,
en el área de la Bahía de California, donde vivía en aquel entonces, una de
cada siete mujeres estaba siendo diagnosticada con cáncer de mama. Una
destacada nutrióloga, amiga mía, me dijo que los expertos, extraoficialmente
pronostican que estas cifras crecerán de una a tres, y que The Center For
Disease Control, en Atlanta, Georgia, ha sido convocado para investigar al
respecto. Nada de esto ha salido aún en los medios.
Según cifras oficiales,
los índices de cáncer de mama en el Norte de California, son los más elevados del
mundo. Además, no se sabe porqué tantas mujeres, profesionales blancas en su
mayoría, están desarrollando cáncer de mama.
El cáncer de mama es un
gran negocio para la medicina occidental. Las armas y la medicina son las
principales industrias de los Estados Unidos, la investigación y el tratamiento
de cáncer son los pilares de esta última.
Tras haber sido
diagnosticada con cáncer, consulté con mi acupunturista, que también era médico,
y con mi nutriólogo. Ambos me habían atendido durante seis años. El nutriólogo
me recomendó una dieta rica en antioxidantes. El acupunturista me dijo que no
podía hacer nada, pues la acupuntura nada tiene que ver con el cáncer.
Me sometí a la doble mastectomía
tres semanas después, a finales de abril, en el mismo lugar donde me hicieron
la biopsia, uno de los mejores hospitales en San Francisco. Incluso la sala de
espera a la que fui escoltada –después de prepagar todos mis gastos-, se sentía
cálida y segura. Atisbé las instalaciones: un teléfono y una televisión, un
clóset donde colgar mi ropa de calle, un baño privado. Las enfermeras que me
visitaron para hacer las pruebas preliminares necesarias y demás preparativos, se
portaron amables y amistosas.
Una de las enfermeras me
dijo que la operación se había retrasado una hora. Diez minutos después, me
llevó –en silla de ruedas, aunque yo me sentía bien- a través de salas, un
elevador, más salas, hasta el borde de la puerta de un segundo elevador. Las paredes
y la decoración a mi alrededor eran encantadoras: madera y colores rojo oscuro.
Luego, una enfermera, a
la que no había visto antes, me llevó a través de dos enormes puertas contiguas
al elevador, hacia una sala sin calefacción. Varias figuras con gorros e
indumentaria verdes pasaron a mi lado. Estando ahí, una de las figuras verdes
añadió un preanestésico en el suero conectado a mis venas. Tan pronto como
introdujo el líquido, sentí un escalofrío progresivo alrededor de la base del
cráneo. El cerebro con náuseas. Sabía que no quería estar ahí. Entonces me di
cuenta de que no podría escapar sólo porque había cambiado de opinión.
Mientras esto sucedía,
me pusieron un gorro verde en la cabeza, un gorro como de baño, similar a esos
que traían todas las figuras a mi alrededor. Cayó sobre mis ojos: no podía ver.
Pusieron cinta adhesiva alrededor de la joyería que no pudieron remover y en la
piel adyacente. Estaba siendo reducida a algo que no podía reconocer.
La habitación contigua
era grande y más fría que la sala. En medio había algo que era parte mesa y parte
cama. A ésta estaban conectadas unas máquinas que parecían animales del Dr.
Seuss. Me dijeron que subiera y me acostara de espaldas.
Quiero describir, tan
exacto como me sea posible, lo que es experimentar los métodos de la medicina
convencional para el cáncer. Sin embargo, estoy omitiendo los detalles más
horrorosos.
Me abrocharon unas
correas gruesas alrededor de mis brazos y piernas, luego las apretaron. Me
recuerdo preguntando:
“¿Por qué hacen esto?”
“Porque no queremos que
se haga daño a sí misma”.
Mientras trataba de
entender cómo es que podría causarme daño a mí misma estando sedada, me
pusieron en el torso unas ventosas rojas conectadas a unos cables de acero. Una
de las figuras me preguntó cuándo fue la última vez que comí. Antes de la medianoche,
tal como me dijeron, respondí. Preguntaron sobre la ingestión de líquidos.
Recordé que había tomado un trago de agua al levantarme. La persona que me
estaba haciendo las preguntas y anotando mis respuestas en una libreta, me dijo
que yo estaba en peligro ya que, habiendo tomado agua, podría vomitar durante
la operación y, debido a la anestesia, ahogarme en mi vómito.
Estaba aterrada.
Recuerdo que lo primero
que hice cuando recobré la consciencia, fue intentar pararme porque quería
salir de ese hospital lo más pronto posible. No iba a pasar ahí la noche y,
aunque quisiera, no podría, ya que sólo se le permitía quedarse a la gente con
seguro médico. Pero no pude ponerme en pie. Abajo estaba mi amante, esperándome
en un taxi. Un enfermero me llevó hacia el vehículo, mientras yo luchaba contra
la náusea.
Recuerdo que lo que
sucedió después fue como si hubiese estado en una obra de teatro. Mi cirujano
me dijo, antes de la operación, que podía comenzar a hacer ejercicio al día
siguiente. Pero dos días después, aún no podía mover el brazo izquierdo. Ese
día tenía una cita en el consultorio del cirujano para recibir mi reporte
patológico. Conduje hasta ahí en mi motocicleta, con mi amante atrás.
En el consultorio médico:
Mi cirujano:
Quitamos el resto del tejido del pecho y no había cáncer.
Yo: No está
mal.
Mi cirujano:
Pero debo decirle que quitamos ocho ganglios linfáticos y seis de ellos
mostraron signos de cáncer. Quiero explicarle la situación. Todos nos vamos a
morir…
Yo, interrumpiéndolo: Usted me dijo que la posibilidad de que el cáncer se hubiera extendido
a la linfa era mínima…
Mi cirujano:
Eso fue antes de la operación. Ahora las cosas son distintas. Le explicaré para
que entienda. Todos nos vamos a morir. Algunos de nosotros vamos a morir en
veinte años, algunos en cinco…
Yo, interrumpiéndolo: ¿Me está diciendo que estoy a punto de morir?
Mi cirujano:
No. No le estoy diciendo que está a punto de morir. Quiero que entienda la situación.
Hay una gran probabilidad de que usted salga de aquí y nunca vuelva a tener nada
que ver con el cáncer.
Yo: ¿Qué
tanta probabilidad?
Mi cirujano:
Según las estadísticas, en su etapa de cáncer hay un 60% de probabilidades de
que no reaparezca. Si se somete a la quimioterapia, acorde a las estadísticas
más confiables que tenemos, esta probabilidad se incrementará en un 70%.
Mi amante:
¿Sometiéndose a quimioterapia sus probabilidades se incrementan sólo un 10%?
Mi cirujano, con tristeza: En su etapa, no conocemos ninguna otra forma de tratar el cáncer, salvo
la quimioterapia.
Yo: Hábleme del
cáncer y los ganglios linfáticos. Si mi cáncer está tan avanzado, ¿cómo es que
no había ningún otro tipo de cáncer en el pecho? ¿No son los ganglios
linfáticos los filtros del cuerpo? ¿No puede ser posible, dado que he estado en
una dieta súper alta en antioxidantes desde que descubrieron el tumor, que los
ganglios linfáticos hayan estado haciendo exactamente lo que se supone que
deben hacer? ¿No podrían haber estado registrando el cáncer porque han estado
limpiando las células enfermas?
Mi cirujano:
Desafortunadamente, los estudios –y he leído los mejores-, indican que no hay
conexión entre la dieta y el cáncer. Lo mismo pasa con la contaminación
ambiental. La verdad es que no sabemos lo que causa cáncer.
He contado esta conversación con la
mayor precisión posible, solamente para llegar a un punto, el de la asimilación.
Al salir del consultorio, me di cuenta que de permanecer en manos de la
medicina convencional, pronto estaría muerta, más que enferma, sería carne. Ya
que la medicina convencional estaba reduciéndome rápidamente de un cuerpo que
era solamente material, a un cuerpo sin esperanzas y, por ende, sin voluntad, en
una títere que, separada por miedo de su imaginación y visión, haría lo que le
dijeran.
Diré esto de otra
manera. Cuando salí del consultorio del cirujano, pensé que estaba a punto de
morir, de morir sin tener ninguna idea del porqué. Mi muerte, y por ende mi
vida, serían un sinsentido.
[fin de la primera parte]